martes, 24 de agosto de 2010

LA COLUMNA DE GUILLERMO GIACOSA : Las guerras gringas (II)


Así como la historia registra las 'Guerras Púnicas’ o las 'Guerras Médicas’, algún día registrará las 'Guerras Gringas’ y esta columna –si se salva del holocausto nuclear al que los inconscientes que gobiernan nos impulsan– será uno de los tantos miles de referentes que han advertido que una sociedad cuyo único valor humano es el lucro, marcha ineluctablemente hacia su destrucción. El Irak que abandonan las tropas de combate de EE.UU., más los 56,000 militares que se quedan a cuidar los intereses de la superpotencia, es muchísimo peor que el que encontraron cuando llegaron para desplazar a Saddam Hussein. Nadie ignora que el mencionado dictador era impío y cruel con sus enemigos pero, dentro de un Estado carente de tradición democrática, aseguraba una cierta estabilidad a una sociedad con enfrentamientos religiosos y étnicos difíciles de conciliar. No era peor Saddam que algunos amigotes de los gringos como los reyes saudíes, por no mencionar sus impresentables compañeros de ruta en Latinoamérica. A Hussein lo 'voltearon’ después de haberlo usado en una guerra dramática contra Irán, y ahora una parte de ellos se va con un sabor en la boca que debe combinar sangre coagulada con excremento. Ni una palabra de autocrítica sale del poder gringo. Ni una palabra que nos asegure que no volverán a cometer errores similares. Y eso es peligroso no solo para la humanidad, sino para la propia superpotencia que amenaza ahogarse en su incapacidad para comprender que el mundo es algo más que un objeto destinado a complacer sus necesidades políticas y sus caprichos económicos.

Quisiera oír o leer UNA SOLA justificación razonable que permita comprender esta aventura iniciada por un fanático religioso contra otro fanático religioso. Me refiero a Bush y Bin Laden. Una aventura que deja UN MILLON de muertos en Irak, y no 100,000 como dicen algunas informaciones, más CINCO MILLONES de desplazados, un 60% de desocupación, y además, solo seis horas de electricidad diaria en Bagdad y los mismos enconos religiosos y étnicos que Saddam solía domar con su falta de escrúpulos morales. Que no eran peores, digámoslo, que los aplicados por la tropas que representaron los cruzados de la civilización occidental.

Por ello, hechos como que el coronel John Norris, jefe de una brigada norteamericana, gritara cuando se inició la partida de las tropas de combate: “Operación 'Libertad iraquí’, llegó la hora: esta es una misión histórica” –y que los soldados respondieran con un grito de guerra mientras el coronel asentía y decía: “Se están yendo como héroes. Quiero que vuelvan a casa con orgullo en sus corazones”– no solo es un insulto para los millones de familiares de las víctimas, sino una burla siniestra a la realidad que dejan detrás de ellos.

Esos finales están bien para Hollywood, que puede permitirse inventar los escenarios que desea, pero en este caso representan una descarada mentira más que permitiría postular al coronel Norris para un premio de la Academia.

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