sábado, 29 de enero de 2011

SOÑANDO CON EL FINAL

La mañana lucia como siempre soleada en esta etapa del año, los días que como siempre corren como veloces ferrocarriles y mi sonrisa que se niega y se negara a desaparecer de mi rostro. Nunca pensé que justo ese día llegarían por mí, nunca imagine que en un día en que llevaba tantos problemas en la cabeza uno de mayor dimensión atacaría la poca tranquilidad que me queda y ocuparía el total de capacidad de mi mente.
Yo vestía pantalón de buzo, sandalias y polo deportivo sin intención de salir de casa. Esperaba la visita de alguien, o quizás, era otra de esas esperanzas vanas que existen en mi vida. Muy temprano cuando salí de ahí me dije para mi mismo que no necesitaba de ella, que si la vida me estaba jugando esta mala pasada; era quizás porque no estaba escrito que lo que yo sentía por ella sea correspondido y que seria a la larga feliz con otra persona.
Junto con mi perro tomando el sol que cae de una forma caprichosa a mi patio en forma de delgados rayos que apenas iluminan este, oí estacionarse un auto afuera de casa. Alguien bajo de ahí para llamar a la puerta; me negué a abrir de inmediato como me lo ordenaban de afuera. Al final comprobé que no eran ladrones de casas y les abrí el portón. Entraron ellos: un hombre de contextura mediana se acerco a mi perro y a mí y nos conmino a acompañarlos. No pusimos resistencias, sabíamos que habíamos perdido, que éramos detenidos por ser “un amo y su perro” con la misma característica: ser felices, correr en la azotea haciendo mucha bulla y vivir sin un rumbo conocido. Pedí permiso a aquel obeso y bajo hombre para ponerme mis zapatillas y subir a la camioneta que nos trasladaría a aquel aterrador lugar donde pagaríamos por nuestras penas. En el camino el instinto de fuga hizo su aparición en mi perro; el busco por todos lados de la parte trasera de la camioneta un pequeño orificio para por ahí tramar nuestra inútil evasión de la justicia. Yo estaba convencido que de los cargos por los cuales era juzgado, en ninguno existiría un recurso para demostrar lo contrario. Era culpable, era el gestor de todas esas tardes de diversión que se armaban en la azotea y por tanto debía que ser recluido en esa celda. Con valentía aceptaba la prisión. Tamaña sorpresa nos llevamos mi perro y yo cuando al bajar de la camioneta y entrar a la oficina de donde nos derivarían a los calabozos, nos pidieron echarnos boca arriba en las camas para ser inyectados de una dosis mortal que nos libraría de este mundo- algo que a pesar de sonar a alivio, no lo deseaba aun – y que sería nuestro castigo. No quería morir, solo quería pagar mi condena en un calabozo, me desespere, mas no perdí la valentía y pedí solo unos minutos para rezar y pedir disculpas a Dios por algunos actos que realice en mi vida que no considero buenos. En ese momento a mi perro le tocaba ser inyectado, mientras le acomodaban el brazo para darle muerte, algunas lágrimas me salían de los ojos, mi fiel amigo, mi hermano pequeño y quizás quien fue inducido por mí a armar todo ese laberinto revoleteando por la azotea dejaría de existir en unos minutos. No podía hacer nada, apenas recé por él. Inmediatamente me preparaban a mí para también ser sometido a la pena de muerte. Mi perro se fue durmiendo lentamente, sueño del cual no despertara. Yo me eche en la cama, sudaba frio, estaba confundido. Algunas veces había pensado que todos debíamos aceptar a la muerte como algo natural en este mundo. Sin embargo, no conseguí salir de aquel pánico que producía todo esto en mí.
El ayudante de aquel hombre bajo y obeso me sujeto el brazo para inyectarme aquella enorme jeringa que juro jamás había visto. Nadie me diría adiós, mi perro ya estaba muerto. Era mejor así, nadie me lloraría, a nadie de las pocas personas que me aman se le rompería el corazón al verme así: sometido a la pena de muerte. Cuando me agarraban la mano y me inyectaban una voz familiar y de alivio me sorprendía: era mi hermana, me avisaba que nuestro perro estaba a punto de salir de la sala de recuperación. Enseguida me di cuenta que me había quedado dormido en la sala de espera de recuperación de la clínica veterinaria. El médico llego y nos confirmo que todo había salido bien, que nuestra mascota por la tarde estaría de vuelta a casa y todos al fin sonreímos.
Entre tanta felicidad por la buena noticia me invadió un poco de preocupación. Me preguntaba por qué había soñado todo eso, el por qué otra vez en mis sueños se combinaba la realidad con la fantasía. Sentado en la sala de espera me había extraviado en un sueño nada agradable. Tantos años levantándome antes del amanecer me pasaba la factura. El sueño no solo me vencía en los aviones, ómnibus, salas de espera de bancos, clínicas, sino, ahora también en la sala de espera de una clínica veterinaria. Era una locura, pero debía empezar a aceptar esos sueño y quizás premoniciones. Aunque nada de lo que soñé tenía sentido, salvo que viaje apiñado acompañando a mi perro en la parte trasera de la camioneta de la clínica veterinaria, y que por no salir en sandalias pedí me den unos minutos para ponerme mis zapatillas. Y lo más importante de todo: me choco al ver a mi perro tendido en la camilla esperando que le inyecte la anestesia general antes de la operación.
Ya en la tarde en casa, con la tranquilidad de la recuperación de mi perro, regreso a mi mente aquella hermosa chica, de la cual por pensar solo en ella yo transitaba por un oscuro túnel y paradójicamente comprendo que es ella era la única persona que podía darme la luz que necesito. Debo aceptar que ella está y siempre estará al lado de mi sombra. Así que ni un juramento de olvidarla es verdadero, jamás cambiare, siempre la querré. En la noche, caminando por la avenida principal de la zona donde vivo, no solo encontré los medicamentos y alimentos que buscaba. Sino, encontré un vacio, una necesidad de andar con alguien, de dejar esta oscuridad que me hacia recordar que alguna vez fui iluminado por la luz de la luna.
Volví a casa, cumplí con mis deberes, analice otra vez mi sueño. Era evidente que algún mensaje había ahí, que alguna relación con mi recorrido solitario encontraría.
Antes de acostarme pensé que mañana cuando vuelva a cruzarme con su sonrisa me prometería que jamás pensaría en decirle adiós a la ilusión que llevo en mí por ella. Qué pensaría en la ocasión perfecta para contarle la verdad, para decirle que ese juego de miradas y sonrisa levantaban en mi una sospecha que ella me haría feliz y evitaría otra vez soñar con final producido por castigo de la pena de muerte.
pAnChO

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